Por: Redacción Pares En el año 2004 Alvaro Uribe Vélez tenía una popularidad que superaba el 70% de favorabilidad entre los colombianos. Nunca antes un presidente, al menos en la era moderna, había tenido esos niveles de aceptación. En junio de ese años los tres comandantes paramilitares más relevantes, Ernesto Báez, Salvatore Mancuso y Ramón Isaza, entrados de Everfit al Congreso en donde fueron aplaudidos por los padres de la patria. Algún tiempo después centros de pensamiento como la Corporación Arco Iris, o senadores como Gustavo Petro, demostraron que esos políticos habían sido escogidos por medio de la presión militar e incentivos económicos de las AUC. Había un gran proyecto político que giraba en la legitimación de este grupo.
Justicia y Paz desarmó a sus guerreros. El plan con el que Uribe negociaría con los paramilitares le quitaría al país uno de sus grandes plagas. Se terminarían por fin las masacres, los desmembramientos, el horror que caracterizó el proyecto paramilitar. Desde la izquierda se le hacía una fuerte crítica al presidente Uribe: ¿No se les estaba colando mucho narco en las movilizaciones? ¿Las masacres del Salado o La Gabarra no querían impunes con esta movida? Estas críticas no afectaban tanto como la presión que se ejercía desde Estados Unidos. La caída de las torres gemelas había pasado apenas unos años atrás, la política del entonces presidente Bush y luego su sucesor, Barack Obama, no dejaba espacio para las corta-pizas, los comandantes paras eran terroristas que estaban obligados a pagar sus crímenes con todo el rigor de la ley y eso sólo lo garantizaba que sus penas las pagaran encerrados en celdas norteamericanas.