Salarios dorados, derechos recortados y una democracia herida- Por: Luis Emil Sanabria Durán

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El Senado de la República -particularmente los partidos de oposición, en arreglo con los gremios económicos, incluidos sus medios de comunicación- ha vuelto a demostrar que actúa de espaldas a la ciudadanía en un país marcado por profundas desigualdades sociales y territoriales. La negativa a reducir sus altos honorarios, sumada a la aprobación de una reforma laboral recortada que desconoce derechos universales de los y las trabajadoras, representa no solo una afrenta a la justicia social, sino un acto de desconexión que alimenta la violencia y la desconfianza ciudadana.

Mientras millones sobreviven con trabajos informales, contratos por horas, sin seguridad social ni estabilidad, los senadores de las bancadas opositoras blindan sus ingresos privilegiados. No hay justificación ética ni política para que representantes del pueblo mantengan remuneraciones millonarias mientras legislan en contra de los derechos de quienes los eligieron. Peor aún, este bloque parlamentario impulsó y aprobó una reforma laboral que no dignifica el empleo, sino que consolida la precariedad como norma, al desregularizar, flexibilizar y debilitar la capacidad de los trabajadores de organizarse y exigir condiciones mínimas de justicia laboral.

En este contexto, el Senado —o al menos la mayoría que lo domina hoy— falla en su misión legislativa y alimenta las condiciones estructurales que perpetúan el conflicto armado, el resentimiento social y la fragmentación del país. La legitimidad política no se decreta, se construye con coherencia, con justicia, con empatía hacia quienes cargan el peso del neoliberalismo, un modelo económico profundamente excluyente.

Pero el problema no se agota en el Congreso. También es urgente abrir el debate sobre los desbordados salarios de los altos directivos de empresas del Estado, incluyendo aquellas de economía mixta o que administran recursos públicos. ¿Cómo es posible que gerentes de entidades públicas y presidentes de compañías con participación estatal perciban ingresos que duplican o triplican los del propio Presidente de la República? Este desbalance atenta contra los principios de equidad, transparencia y responsabilidad en el manejo de lo público. Se hace necesaria una ley que imponga topes salariales razonables, diferenciados por función y naturaleza jurídica, dejando claro que ningún directivo que administre y se pague con recursos públicos gane más que el jefe de Estado.

Estas decisiones —o la falta de ellas— no son técnicas, son profundamente políticas. En regiones donde reina el abandono estatal y la falta de oportunidades, la inequidad institucionalizada se convierte en caldo de cultivo para el reclutamiento por parte de grupos armados, el fortalecimiento de economías ilegales y el deterioro de la democracia. Cuando el Estado no ofrece alternativas dignas, otros actores suplen ese vacío con violencia, exclusión y miedo.

También es claro que llegó el momento de pensar en mecanismos impositivos progresivos y políticas fiscales redistributivas para limitar los efectos negativos de la acumulación excesiva de riqueza, avanzar hacia una mayor regulación de las fortunas personales, y financiar el desarrollo social en zonas marginadas y excluidas, como parte de una estrategia para fortalecer la equidad y reducir la desigualdad estructural. No habrá paz duradera sin equidad.

Ante este panorama, es el momento de considerar con seriedad la convocatoria de un Proceso Constituyente, que comience con asambleas locales y culmine en una Asamblea Nacional Constituyente. Una instancia que permita repensar y fortalecer el Estado Social de Derecho, impulsar la democracia participativa con poder de decisión, profundizar la descentralización y abrir paso a un nuevo pacto social construido desde abajo. La democracia tiene que convertirse en una herramienta al servicio de la equidad, la justicia y la paz.

No habrá democracia viva mientras el poder político y económico siga blindado frente a las reformas necesarias. La sociedad colombiana necesita un Congreso con sentido ético, un marco legal que regule el abuso en los salarios públicos, y una política laboral que defienda el trabajo digno. No más retórica. Es hora de decisiones colectivas, justas, valientes y pacíficas.

 


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