Inspirado en el caso ocurrido en estos días en Caldas, donde un pastor al parecer violó a su hijastras de 13 años.
En muchas culturas de tradición religiosa profunda, los líderes espirituales ocupan un lugar de alta estima. Representan la voz de Dios en la Tierra, los guías de la moral y la fe. Sin embargo, la historia y los informes actuales revelan un rostro oscuro tras el púlpito: el abuso sexual y psicológico de niños y niñas a manos de quienes deberían protegerlos.
Lo más preocupante no es solo que estos casos continúan ocurriendo, sino que muchos más permanecen ocultos, enterrados bajo capas de silencio, miedo y complicidad. ¿Cuántos niños han sido tocados indebidamente en nombre de la fe? ¿Cuántas niñas han callado sus gritos porque sabían que nadie les creería? El abuso infantil en contextos religiosos no solo viola cuerpos, sino también espíritus, dejando heridas invisibles que se arrastran a lo largo de la vida.
La traición más profunda
Desde el punto de vista psicológico, el abuso cometido por una figura religiosa es especialmente devastador. El niño o niña ve en ese líder no solo una figura de autoridad, sino también un representante divino. Cuando el abuso ocurre, la víctima no solo siente una traición física, sino espiritual. El agresor encarna a Dios para ellos, y esto distorsiona profundamente su percepción del bien, del mal y de sí mismos.
Muchos menores abusados desarrollan trastornos como depresión, ansiedad, estrés postraumático y sentimientos intensos de culpa, vergüenza e incluso odio hacia su cuerpo y su espiritualidad. Algunos adultos no logran jamás reconciliarse con la fe, mientras otros se refugian en un silencio autoimpuesto, convencidos de que hablar solo traerá más dolor.
El peso del silencio y la complicidad familiar
Parte del dolor se agudiza cuando los mismos padres, cegados por la devoción, se niegan a escuchar o creer. «Eso no puede ser cierto, el pastor es un hombre de Dios», «El padre jamás haría algo así», son frases que se repiten como ecos de una negación colectiva. La palabra de un líder religioso pesa más que el llanto de un niño.
Esta complicidad pasiva, a menudo impulsada por el temor al escándalo, la vergüenza social o el castigo divino, perpetúa el abuso. El niño, al no sentirse escuchado ni protegido, aprende a callar. Crece con ese miedo encapsulado en su interior, sintiéndose culpable, sucio y solo. Y en muchos casos, ese trauma no tratado se transforma en adultos con profundas heridas emocionales.
Una deuda moral y cultural
Como sociedad, tenemos una deuda moral con estos niños. El respeto por la fe no puede estar por encima del derecho de los menores a ser protegidos. Es hora de derribar los altares que encubren el crimen, de dejar de sacralizar a quienes abusan del poder espiritual para violentar la inocencia. Y es también momento de crear espacios seguros donde los niños puedan hablar y ser creídos.
Las instituciones religiosas deben ser llamadas a rendir cuentas, pero también los padres, maestros y comunidades. Porque el abuso no solo ocurre cuando se comete el acto, sino también cuando se niega, se encubre o se minimiza.
Una llamada al despertar
La cultura del silencio debe terminar. Escuchar a los niños es un acto de amor, pero también de justicia. No podemos permitir que más infancias sean marcadas por el miedo y el dolor, mientras los victimarios se esconden tras una cruz, un hábito o una Biblia.
Hablar del tema duele, pero callarlo duele aún más.