Un silencio que hiere la esperanza de la paz- Por: Luis Emil Sanabria Durán

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El actual gobierno ha dado pasos significativos para sentar las bases de una paz duradera en Colombia. La Reforma Rural Integral, presentada como columna vertebral del Acuerdo de Paz con las FARC, ha sido retomada con voluntad política, comenzando a saldar la histórica deuda con el campo colombiano. La aprobación del acto legislativo que crea el Sistema Nacional de Participación en donde se reconoce la participación ciudadana como un derecho esencial para transformar el Estado desde abajo. A ello se suman los diálogos con el ELN, que avanzaron en una serie de importantes preacuerdos y cuyo proceso debe retomarse; la instalación de mesas de diálogo con otros actores armados.

También es importante destacar los avances en las zonas PDET (Programas de Desarrollo con Enfoque Territorial), donde se han materializado algunos proyectos de inversión pública que comienzan a cerrar brechas históricas en infraestructura, agua potable, conectividad, vías terciarias, educación y desarrollo económico. Estas inversiones no solo atienden necesidades urgentes, sino que representan un acto de dignificación y presencia del Estado en territorios marcados por décadas de olvido, exclusión y violencia.

Sin embargo, estos logros, que deben ser reconocidos y defendidos, corren el riesgo de perder fuerza y legitimidad si no se acompañan de una estrategia coherente, activa y territorialmente situada para enfrentar los desafíos actuales. En ese contexto, el silencio y la inacción de la Oficina del Alto Comisionado para la Paz frente a hechos como el atentado contra el senador Miguel Uribe, los ataques terroristas en el Cauca y Valle, las masacres y los asesinatos de líderes y lideresas es doloroso, preocupante e injustificable.

No se trata únicamente de un silencio comunicativo, sino de la evidencia de una ausencia de estrategia clara para implementar de manera efectiva la Paz Total. Este valioso concepto, que plantea una paz integral, territorial, social y ambiental, exige un enfoque holístico que incluya la escucha activa a las comunidades, una presencia estatal protectora, coordinada y permanente en los territorios, y la participación vinculante de los sectores sociales.

A esto se suma una falla estructural grave, se trata de la ausencia de un marco jurídico sólido que permita negociar con los grupos armados herederos del paramilitarismo, que hoy ejercen control armado, extorsión y desplazamiento en muchas regiones del país. Esta falta de claridad legal alimenta la confusión sobre los alcances y límites del proceso de paz, deslegitima la acción del Estado y deja a muchas comunidades expuestas a ambigüedades operativas y nuevas formas de impunidad.

No hay participación sin garantías, ni democracia real en medio del miedo. La seguridad no se reduce a la militarización, es también la posibilidad de ejercer derechos sin amenazas, de hacer efectivo el poder que reside exclusivamente en el pueblo sin ser asesinado, desplazado o silenciado. Proteger la vida y el liderazgo social es una responsabilidad estatal ineludible. En ese sentido, los delitos de lesa humanidad y las infracciones al Derecho Internacional Humanitario no pueden seguirse viendo como simples «dificultades operativas». Son delitos que deben ser enfrentados con contundencia, articulación interinstitucional y justicia.

Hoy, cuando la polarización política se agudiza y los sectores armados ilegales escalan su poder de destrucción, la paz no puede seguir siendo una consigna vacía. No basta con sentarse a negociar con quienes tienen fusiles -elemento fundamental en el entramado de la paz-; hay que construir legitimidad a todos los niveles, con quienes tienen palabra, arraigo, memoria y propuesta. Sin una participación amplia y activa de la sociedad en los procesos de paz, se dificultará aún más la transformación estructural y el logro de garantías de no repetición.

Es hora de que la sociedad civil fortalezca su proceso de coordinación, se escuche y actúe con fuerza moral. Desde todas sus expresiones sociales, políticas y económicas debe alzarse una exigencia unificada por el cese del terrorismo, el secuestro, la extorsión, las masacres, el reclutamiento forzado, las desapariciones, los asesinatos, el desplazamiento y el confinamiento. No es momento de resignación; es hora de movilizarse por la vida.

Por eso duele tanto el silencio e inacción. Porque no solo calla ante los crímenes, sino que debilita la promesa de una paz con todos y para todos. La Oficina del Comisionado de Paz debería estar propiciando un proceso pedagógico, político y participativo que concite la coordinación de iniciativas desde los territorios, impulse acuerdos sociales de base, y convoque a un verdadero Acuerdo Nacional.

En estos tiempos de incertidumbre, la paz se construye con coraje, inclusión, coherencia y seguridad para la vida. Urge que quienes tienen la responsabilidad institucional escuchen, dialoguen y actúen con altura ética. Porque si la esperanza en la paz se extingue, lo que vendrá no será solo más violencia, sino la consolidación de la indiferencia como norma de gobierno, y esa, sería la peor derrota de todas


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